domingo, 24 de marzo de 2013

Segregación silenciosa

Todas las mañanas de camino a la estación de metro paso por delante de un Centro Público de Enseñanza Secundaria. Como suele coincidir en torno a las 8 am, me cruzo con los estudiantes desfilando el línea recta en dirección a su inevitable destino educativo, o arremolinados en la puerta esperando la hora de entrar. Durante esos minutos previos al toque de campana, la entrada a las aulas se convierte en un punto caliente de socialización puberal: unos hablan tímidamente con algún miembro del sexo opuesto, le tiran del pelo o le fisgan el teléfono, escupiendo palabras soeces o hirientes probablemente opuestas a las que en realidad pasan por su mente; otros se agregan en pequeños grupúsculos de características comunes: el mismo país de origen, la misma marca de ropa, el mismo amor por los libros o cuaquier otro fenotipo diferenciador, en ocasiones marginador; algunos se lían un cigarrillo con olor a jardín de las delicias medio a escondidas, escuchan rap o hablan de lo bien o mal que llevan el examen de primera hora y los métodos que pueden utilizar para intentar salvar el pellejo. Lo cierto es que rezuman vida y me dan una especie de sana envidia esos traviesos con cuerpo de hombre y formas de niño.

He de reconocer que los primeros días me sorprendieron las características sociodemográficas de los adolescentes que se encaminaban hacia ese centro educativo. En su gran mayoría eran extranjeros o de clases desfavorecidas: los chicos con chandals y jerseys anchos, las chicas en shorts y camisetas minúsculas. De hecho, lo difícil era encontrar un solo adolescente medio español, como los que sí me cruzaba en el súper, en los parques o en las inmediaciones de mi hospital. Carabanchel es un barrio medio: medio feo, medio obrero, medio pensionista, medio céntrico, medio caótico, pero medio al fin y al cabo. Recuerdo mi etapa adolescente en un instituto igual de público, en un barrio igual de medio, pero el espectro poblacional era mucho más reprensentativo de la población general.

Esta mañana la escena ha tomado otros matices cuando he visto salir a una colegiala, en ese estado híbrido entre niña y mujer que tanto desconcierta, del portal de enfrente del instituto. Con sus zapatitos negros acordonados, sus medias verdes de algodón por debajo de la rodilla, su faldita de cuadros dejando al aire parte de la entrepierna, su chaquetita y mochila a juego, el pelo recogido en un moño y unas tímidas pequitas en la faz (¡qué frío me dan las pobres en inverno y qué calor en verano, y qué extraño latigazo entre los bajos!). Era muy linda. Esbelta como una muñeca de porcelana. Ha cruzado la acera y ha pasado por delante de sus coetáneos toda ufana, sin cerciorase apenas de su presencia, produciendo a su paso una oleada de recelo y admiración. Se ha metido en el metro delante de mí en dirección al centro de la ciudad.

Me siento más identificada con la muñequita que con los traviesos, a pesar de que nunca vestí de uniforme ni acudí a un colegio privado. Yo salía de la puerta de enfrente del insituto con mis libros en el bolso y mis aires de Lisa Simpson, mi abrigo nuevo y mi calculadora, y regresaba a casa con los los mismos libros y los mismos aires, a veces sin abrigo y con la calculadora revendiéndose al mejor postor en el mercado negro del patio de atrás.  Pero aparte de  alguna que otra anécdota más o menos pícara, salía de la puerta de mi casa e iba a un instituto público, que me quedaba justo enfrente, donde recibí una educación de la mayor calidad y que ha sentado las bases de mi futuro desarrollo en todos los aspectos, mucho más allá del académico. Aprendí que hay personas con circunstancias y problemas diferentes, realidades sociales o económicas diferentes, pero iguales en derechos y oportunidades. O al menos así lo recordaba yo porque era parte de lo que nos impregnaba tanto en las aulas como fuera de ellas. Allá por pricipios de siglo.

Creo que estamos construyendo un mundo de realidades paralelas. Y creo que esta segregación silenciosa sólo va a contribuir a incrementar la inequidad y a fomentar el recelo, la incomprensión y la desintegración social. No sé qué razones habrán llevado a la familia de la muñequita a inscribirle en un colegio alejado del que vislumbra desde la ventana; probablemente el miedo de las malas compañías, de las clases abarrotadas, el nivel de enseñanza, las guerras de tizas o el tráfico de drogas, tal vez sumado al miedo a lo desconocido, y que a mi muñequita no la toquen, que es tan linda, que es tan frágil, que es tan pura... ¡pues qué pena que la muñequita no conozca a los traviesos!, ¡y qué pena que los traviesos no conozcan a la muñequita! Se darían cuenta de que escuchan la misma música, tienen los mismos ídolos y les preocupan cosas muy muy muy parecidas.

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