Hace dos semanas aterricé en
Jéremie, “la ciudad de los poetas”,
en un helicóptero de la MINUSTAH. La visión área de un entresijo de madera y
hierro arrasado por la fuerza de la naturaleza me hizo temblar. Sin darme
tiempo a salir de mi estupor, me recogieron en un coche oficial mientras
directivos de la ONU ocupaban de nuevo el helicóptero, me pusieron chaleco,
tarjeta SIM y cuaderno en mano y me enviaron a investigar un pequeño brote en medio
de alguna parte.
Día a día voy dando pinceladas de
luz a la fotografía borrosa de este país. La primera evidencia ha sido
constatar cómo, tras el huracán, el miedo al cólera ha traído el cólera:
nuestra definición de caso es tan sensible y su confirmación es tan difícil que
los centros de tratamiento habilitados ex profeso dan cobijo y un poco de
consuelo cualquier paciente con diarrea aguda que tenga a bien acercarse. Cada
una de las ONGs que vinieron, vienen y seguirán viniendo, conquista un pequeño
territorio, pone una bandera y oferta un servicio con más o menos criterio.
El pesado tanque de la ayuda
internacional se desplaza lento y sin destino aparente, dando limosnas a una
sociedad que lo percibe como una presencia ajena e incómoda. Es contradictorio
y francamente poco operativo intentar dar una respuesta rápida a una epidemia
crónica en el contexto de una emergencia crónica, pero más duro pensar si con
nuestras acciones no estamos contribuyendo a cronificar ese estatu quo.
Durante mis largas rutas de estos
días, he necesitado siempre la compañía de personas locales, que me han dado de
comer cuando tenía hambre, de beber cuando tenía sed, o han traducido la poca
información útil que he creído poder aportar. Cada día me he preguntado si mis
aportaciones compensan el coste de mi desplazamiento.
Sin embargo, mientras los peces
gordos y torpes nos devanamos los sesos en un mundo paralelo de ecuaciones
imposibles y estrategias sesgadas, la vida sigue su curso tranquilo: la hierba
de un verde intenso vuelve a brotar entre los escombros, los mercados recuperan
su bullicio salvaje que supera el umbral de mis pituitarias, los jóvenes se
reúnen al borde del mar y miran el horizonte, comen pescado asado y reciclan lo
que perdieron.
Al salir del trabajo, me
encuentro al grupo de blancos con cara de autocomplacencia en la única tienda
de productos importados y pienso que aquí hemos venido todos a lavarnos las
manos. De camino al hostal doy las buenas noches al carguero oxidado encallado
en el puerto, preguntándome si hace cinco días, cinco años o cinco siglos,
debimos desembarcar.