domingo, 7 de octubre de 2012

Porrazos de algodón

Recuerdo a mi padre hablándome de la conquista del Estado de Bienestar. Íbamos caminando bajo la lluvia al borde de la bahía y todos los paseantes parecían sosegados. Tenía unos diez años y pensaba en lo tedioso de haber nacido princesa.  

Recuerdo sentir la sangre estancada, una suerte de añoranza de lo nunca vivido, una incómodamente apacible sensación de mecerme entre algodones.


A los quince mi universo comenzó a  expandirse. Recuerdo mi sorpresa al descubrir que pertenecía a ese 1% que engullía los recursos del otro 99%. Visualizaba un enorme abismo entre ellos y nosotros. Lloraba ante las imágenes del televisor y las cifras de niños fallecidos por inanición. 

Desarrollé un perturbador complejo de culpabilidadad y un frustrante sentido de la responsabilidad. Quería hacer algo y no sabía cómo acercarme.


A los veinte empecé a advertir que el vuelo de una mariposa en el Pacífico me pellizcaba los cachetes y  que mi pestañeo azotaba el desierto del Sahara.  Me convertí en ciudadana del mundo, parte de un Todo, cohabitante y corresponsable, reo y verdugo. Se tambalearon mis cimientos y se disiparon mis complejos. 

También dejé de caminar entre algodones. La senda se transformó en polvareda, en grava, en lodo, en caucho, en asfalto. Comenzaron a edificarse muros a mi paso, que a veces perforaba urdiendo sesudos planes y otras traspasaba con la energía del espíritu. Algunos parecían infranqueables.

A los veinticinco, ayer, como quien dice, el mundo se había convertido un torbellino. Ví como una ráfaga arrasaba de raíz nuestros campos de algodón. Vi como el Sur se acercaba al Norte. Vi cómo las distancias ya no eran geográficas. Vi los mismos rostros, el mismo hedor a hiel, en la parada del metro, en el bar de la esquina, en la sala de espera. Vi medrar ingresos y agrandarse deudas.Vi cómo nuestro Sistema se tambaleaba completo. Y yo que siempre lo había respetado tanto, yo que era un engranaje perfecto del sinsentido. 

Empecé a hacerme preguntas incómodas todas las noches, a escuchar rugir a las entrañas de mi nevera, a contener la ira frente a la nómina, a golpear los cajeros automáticos o rasgar los carteles de propaganda.

Hace unos días fui abofeteada por primera vez. Yo, que nunca he roto un plato. Entonces, ya no vi, ni pensé, ni creí, ni sentí. Viví en carne propia. Y lo asenté todo de un plumazo. Volaron algodones, larvas y mariposas. Mordimos polvo, grava, lodo, caucho, asfalto. Supongo que aquellos no eran precisamente ciudadanos ejemplares, pero representaban a nuestras instituciones y tendrían por tanto plena impunidad. Y no eran ellos siquiera, era una bofetada tan incorpórea como real. 

Viví cómo lo absurdo, lo injusto y lo oscuro pueden convertirse en bofetada y cómo lo cuerdo, lo inocente y lo inmaculado pueden convertirse en mejilla.


Y eso fue bueno.

Me alegro de ese jarro de agua fría. Me alegro de ese olor a bilis negra. Me alegro de haber conocido a un buen puñado de Guerreros de la Luz.  Me alegro de que el sinsentido común fuese pisoteado por el sentir común, porque esa es la prueba de que somos capaces de derribar muros. 

Ahora albergo plena fe en la Humanidad.




Aunque supongo que todavía soy muy joven.