O "Elucubraciones nocturnas sobre cómo Ara se enamoró de la danza"...
Desde que me lo regaló a los ocho años, mi padre me decía que tenía una relación tan intensa con mi
violín que jamás amaría a una mujer.
En ese momento, no sé si sabía
menos del amor o de las mujeres. Me limitaba a llevar de periplo a mi
fiel compañero, amoldarme a sus curvas y tomármelo a juego. Reía a
carcajadas, saltaba y me revolvía sobre sus notas. Lo tocaba con una y
otra mano, sentado, de rodillas o boca abajo. Convertía en armonía los sabores, colores y texturas del Líbano.
Con
el tiempo, hemos ido migrando de un lugar a otro. Hemos conocido el
tango, el jazz, el flamenco, la cámara, el canto bereber, gitano, y
oriental.
Este
amigo tiene una armadura de arce, pero esconde un alma humana. Y cada vez
me pesa más sobre el hombro izquierdo. Hemos mantenido una
relación, digamos, asimétrica. Él tiene más de 300 años y permanece
impasible frente al paso del tiempo. Yo rozo los cuarenta y me surcan el
rostro las primeras arrugas. A veces pensaba si sería lo bastante bueno
para él, me veía como un instrumento circunstancial que él empleaba
para expresarse. He sentido tantos celos.... ¡malditos celos! De sus
antiguos dueños, de los que estén por llegar. Me he comportado como un
amante atormentado. Me levantaba intranquilo por las mañanas y me
acostaba mirándolo por el rabillo del ojo. Quería empaparlo de todo lo
que soy, condensar mi mundo en sus acordes. Yo y mi violín, por España,
Inglaterra, Alemania, Argentina, Nueva York o Taiwan. Todos los lugares
tenían un nexo común, un público generoso y un nicho de sabiduría. Sin
embargo, cada vez que interpretaba una melodía, sentía las notas vagando
por el vacío.
Hace
unos meses apareció, mientras ensayaba. Debió de confundirse de estudio
y no me importó. Acababa de comenzar a interpretar el capricho nº 24 de Pagagnini y tenía los dedos agarrotados por el frío.
Ella iba descalza, con unas mallas negras ajustadas. Tenía una mirada
muy profunda. Sentí como escrutaba mis notas, cómo interrogaba a mi
violín, cómo se embebía en sus calados, cómo el alma se le enrollaba
alrededor de los tobillos, los muslos, las caderas, la cintura, el
dorso, el reverso, el cuello, los brazos... Comenzó a moverse con tanta
naturalidad que sentí toda la fuerza del Universo condensada en ese instante.
Tocaba el infierno con la planta a de los pies y las alturas con la
punta de los dedos.
Desde
entonces, supe que no volveríamos a separarnos. Mi violín se ha hecho
corpóreo, su cuerpo acústico. Y mi música, se ha transformado en Amor.