martes, 26 de marzo de 2013

Cooperantes anónimos

Salgo del metro. Creo que he pillado un virus gastrointestinal. Llevo dos horas con escalofríos y aguantando las ganas de echar jugos gástricos por todos los orificios. Pedí permiso para salir del trabajo. Sólo quiero llegar a casa y descargar mi mala suerte contra la taza del váter. No lo soporto. Me desplomo delante de la puerta del instituto con un vómito en escopetazo al estilo "niña del exorcista". Pasa una mjuer de mediana edad. "¿Te encuentras bien?" Es obvio que no. "¿Vives lejos? Te acompaño a casa". Me coge del brazo. Me siento segura. Durante los 200 metros de trayecto le da tiempo a preguntarme por mi estado laboral, personal y sentimental. "¿Vives sola?, ¿a qué te dedicas?, ¿trabajas lejos?, ¿no tienes novio?, tan joven y tan linda... pobrecita". Asume. "Mira preciosa -añade- , el amor llega a cualquier edad. Yo misma, nunca creí que me ocurriría algo así a los cincuenta y cinco. Estoy casada desde hace veintisiete años, tengo dos hijos y un marido ejemplar. No trabajo. Son mi vida. Hace unos meses mi padre se puso enfermo y tuvo que ser ingresado en un hospital, no te digo cuál a ver si va a ser el mismo en el que tú trabajas. Soy su única hija. Iba a visitarlo todas las tardes, me quedaba por las noches. Decían que era una santa devota henchida de amor filial. Lo cierto es que no me importaba. Compartía los cuidados, las lecturas y las esperas con el hijo del compañero de habitación de mi padre. Un portento. Ingeniero. Separado. Elegante. Encantador. En ese ambiente extraño, aséptico y hostil, lleno de miedos e incertidumbres, el corazón y la mente se abren de forma especial. Nos lo confesamos todo: nuestros problemas, nuestras frustraciones, nuestras rutinas, nuestros vacíos... En esa situación incierta, nunca sabía si al día siguiente la cama estaría vacía y mi interlocutor habría desaparecido. Me daba cuenta de que me estaba enamorando. Pasaron dos meses. Casi al mismo tiempo mejoró mi padre y falleció el suyo. Sentí que con la hoja de alta se firmaba la sentencia de muerte de mis pasiones. Nunca he llorado tanto y tan en silencio en una cama tan fría, compartida durante años con una persona que ahora me resulta ajena. Decidí acudir al entierro de su padre y le di mi número de teléfono con mis condolencias y el corazón saliéndoseme del pecho. Desde entonces, nos vemos a escondidas, siempre en lugares extraños, asépticos, de sábanas blancas. No sé qué hacer. Ya no puedo vivir sin él".

Domingo en La Latina. Media tarde. Mis amigos se quieren ir a casa. Ha empezado a llover. Hago lo propio. Siento un vacío. Camino bajo la lluvia que me empapa los cabellos y empieza a brotar también de la cuenca de mis ojos. Súbitamente, aparece un paraguas redentor medio chueco de color rosa custodiado por un jovencito encantador con una sonrisa de oreja a oreja. "Te vas a mojar. ¿A dónde vas?". Al metro, contesto. "Te acompaño. Acabo de encontrar este paraguas en la basura. No imaginaba que iba a hacer tan buena labor". En los 200 metros de trayecto le da tiempo a hacerme las mismas preguntas que mi vecina. "Me tomaría algo contigo, pero voy a quedar con mi novia. Es un encanto. ¿Sabes dónde la conocí?, en la oficina del INEM. Es curiso, ¿no? Llevo ocho meses sin trabajar. Estudié ingeniería informática y tengo un máster. Hablo inglés y alemán. Nunca pensé que llegaría a esta situación, pero ya ves, no es tan distinta de la de la mayoría de jóvenes de nuestra edad. Me sentía tan ridículo haciendo la cola del paro, era como ir a pedir limosna, yo que siempre he sido una persona responsable y he seguido la senda marcada por este alienante sistema social. No lo entendía. Estaba permanentemente enojado con el mundo, con ganas de destrozar los cajeros automáticos y lanzar pedradas a los coches de los ejecutivos. Me daba como un poco de vergüenza estar allí. Hace unos años ni lo habría imaginado. Estaba a punto de darme la vuelta. Cuando llego a la ventanilla, con la mirada baja y las mejillas encendidas, me encuentro frente a un ángel. Volvió a llenar mi vida de color con su sola sonrisa. Me ha proporcionado toda la ayuda necesaria, ha relativizado mi situación, (¿sabes cuánta gente hay igual que tú?, disfruta de tu libertad, tienes el mundo a tus pies. No es tu culpa, es el mundo el que está loco. Eres imprescindible. ¿Qué haría el mundo sin tí?). Llegué a alegrarme de mi desdicha. Deseaba que se alargara para volver a verla al otro lado de la ventanilla todos los meses. Le pedí su número. Nos enamoramos. Ella también está cansada de tantos miedos y tantas incertidumbres. Nos vamos a vivir juntos a Berlín".

Salgo de baile. Estoy agotada. Voy a encender un cigarrillo antes de entrar al metro en la plaza de Chueca. No me funciona el mechero. "¿Quieres fuego?" Gracias. "Ya no duran nada los mecheros". Esta vez mi espontáneo compañero me causa cierto recelo. De rostro enjuto, un poco demacrado, lleva ropa vieja y la poca piel que se deja entrever repleta de tatuajes. "Me recuerdas a una voluntaria que conocí en la cárcel. Jejeje, no me mires así, no he matado a nadie. Ya sabes, tráfico de drogas, siempre pillan a los pringaos y los de arriba se van de rositas. Me cayeron dos años. El caso es que había una chiquita que se parecía mucho a tí. Jovencita, delgada, con cara de no haber roto un plato, así como una madre Teresa. ¡Puta pardilla monjil!, pensaba. Me irritaba profundamente. Venía una vez por semana a tocar canciones estúpidas de esas parroquianas y soltarnos una copla para hacernos sentir mejor. Me parecía una de esas tontas niñas bien que dan limosna a los proscritos para sentirse un poco menos culpables de tener una vida perfecta. Yo estaba muy jodido y muy amargado. Había dejado sin nada a mi mujer y mi niña. Ahora no sé donde están. El caso es que empecé a tomarle cariño. Pensé que si yo estuviera en su situación  no sé si andaría perdiendo el tiempo con gente de mi calaña. Pensé que en el fondo era bonito. La veía cada día más angelical. Empecé a preguntarle por su vida. Me traía algunas cosas. Sobre todo libros. Empecé a interesame de nuevo por el mundo más allá de esos cuatro barrotes. Cuando aparecía, todo parecía más puro y yo tenía ganas de ser mejor persona. Le escribía cartas que le hacían reír. Las contestaba a menudo. Me dedicaba su mejor sonrisa. Me porté muy bien. Me rebajaron la pena. Salí del talego. No he vuelto a verla. Ahora no encuentro curro. Estoy en la puta calle pero ya no puedo volver a delinquir. Creo que se lo debo. Algo saldrá, ¿no crees?".


Ahora estoy en casa. Es de noche. Recuerdo a mis cooperantes anónimos, enamorados confesos en situaciones adversas. Observo la panorámica, las miles de luciérnagas titilantes de la gran ciudad. Pienso en la historia que esconde cada una de esas lucecillas. 

Me han enseñado a ver crecer rosas rojas en medio de una ciénaga. 

Me acuerdo de la flor que crece dentro de mi vientre. Decido retirarme a darle también de beber antes de apagar mi farito desnudo.

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