Dabis es un pequeño pueblo de la
forêt guineana, con casitas redondas de adobe y tejados de paja, donde la risa
de los niños inunda cada rincón y las gallinas y los cabritillos se sientan a
la mesa como un miembro más de la familia. Dabis nos ofrece una imagen
anacrónica, de túnel del tiempo, de portal de Belén.
Cada vez que entro en el pueblo
siento como si profana un templo. Hay algo místico en lo que ha ocurrido aquí.
Algo a la vez interno y lejano que ha roto en pedazos su equilibrio natural. Por
un lado, el ébola con su hoz en mano ha ido a tocar la cabeza de cada una de
las mujeres de la familia del Iman. Por otro lado, una horda de extraños y
extranjeros hemos invadido su quietud con nuestro arsenal preventivo y
curativo.
Dabis me ha hecho reflexionar
mucho. Pienso que sin la ayuda externa ese pequeño pueblo podría haber perdido
todos sus habitantes, y soy consciente de que para detectar, diagnosticar,
tratar y controlar una epidemia que afecta a los más humildes necesitamos la tecnología
más puntera y un arsenal de recursos materiales y personales que no están a su
alcance. Pero también me hace daño nuestra irrupción, apabullante y
unidireccional. Pienso en cómo hemos arrancado del seno familiar, uno a uno, a
la mayoría de miembros de una familia, cómo los han visto marchar enfermos y no
volver nunca, cómo no han podido abrazarlos en su lecho de muerte y honrarlos
en un funeral digno, y cómo les dejamos las migajas de nuestro rescate: unos
sacos de arroz y de legumbres, unos botes de lejía y una telas de colores.
Tengo grabada en el pecho la
imagen de la tristeza de África, la tarde en que tuvimos que darles la noticia
de que todas sus hijas y nietas habían fallecido en el Centro de Tratamiento.
Entramos en su parcela con nuestra gran furgoneta después haber saludado a varias
decenas de niños risueños que encontramos por el camino. El imán y su esposa,
dos abuelos enjutos, estaban solos, en completo silencio, sentados a la entrada
en dos taburetes de madera. Nunca había visto a nadie llorar en África. La
abuela se secaba las lágrimas en silencio y el abuelo tenía las cuencas de los
ojos tan profundas que las lágrimas no le caían sino que le formaban charcas.
Nos sentamos en círculo y compartimos su silencio. En ese momento me dije que
tenía que intentar captar toda esa energía y convertirla en algo bello en el
futuro, pero solo me inundaba la tristeza.
He vuelto hace unos días, para
decirles que habíamos acabado el periodo de vigilancia y podíamos dejarles
continuar con sus vidas. Afortunadamente les quedan nietos sanos que la abuela
sostiene en el regazo. Pienso que me gustaría hablarles, que tal vez les
gustaría hablarme, pero al mirar al rostro del iman, viejo y sabio, me siento
avergonzada.
Entonces nos dan una lección de
amor. Nos ofrecen asiento y hablan mucho, en su lengua. Mis amigos traducen y
yo también les hablo. Hablamos de la vida que es única, magnífica e irrepetible.
Hablamos de la muerte, que es única, magnánima e irrefutable. Hablamos de Dios,
y puedo entender a Dios en sus palabras. Hablamos de los hombres y me siento
humana. Hablamos de colores y me siento un arco iris. Hablamos de la paz, en
paz, y los siento tan sabios que me siento sabia. Nos dan las gracias y yo no
sé cómo agradecérselo.
No encuentro las palabras para
describir ese instante de sabiduría y quietud, pero para mí se hizo la luz.
Desde entonces, Dabis tiene una
estrella en el firmamento. Y cuando me pierda en mis cifras, en mis
incertidumbres y mis incógnitas, en mis contradicciones y mis temores, cuando
no encuentre el camino entre las tinieblas del alma, miraré hacia arriba,
miraré hacia África, y me dejaré guiar por mi estrella de Dabis.