Hoy
me he dado el día libre. De 8 am a 8 pm. Hasta las clases de baile.
Quiero ver la lluvia caer. Es una de mis joyas cotidianas. Mirar la
lluvia desde la ventana. Me limpia.
He
decidido inventarme una enfermedad profesional: el “rechazo
alienatorio”. Es un germen de súbita aparición que se manifiesta el día
menos pensado, en el momento en que el despertador te arrastra hacia el
abismo rutinario, mas consigues anclarte justo al borde, te haces
consciente de que eres, y estas, y decides ser, y estar, simple, llana y
contundentemente. Y no me resulta nada fácil combatir esta enfermedad,
porque paradójicamente me hace sentir más sana que nunca.
Aprendí
el significado profundo de la palabra alienación estudiando a Marx y
Engels. En ese momento, resultaba mucho más visual, más fácil de
asimilar... cualquiera se imaginaba al proletario en la fábrica, de 8 am a 8 am,
cubierto de hollín, manipulando, una tras otra, piezas por millares,
repitiendo los mismos movimientos a la misma velocidad, hasta la
extenuación, y llevándose a casa los cuartos para unos panes, unas
papas, y quién sabe si una botella de aguardiente de la marca más
económica.
Sin
embargo, nosotros tenemos un grave problema de forma: nuestra
alienación está engalanada, cubierta de tintes y adornos, como esos del
Corte Inglés. Escaleras mecánicas rodeadas de luces fosforencentes,
carteles luminosos, veloces vagones, espaciosos despachos, comedores con
amplia variedad de platos (¡incluso de comida dietética!), y placebos
contra la flaqueza, de primas y bonus, spas y cruceros... y así estamos,
como ovejitas en Disneyladia, que el ser y estar dan una especie de
cargo de conciencia, crean una especie de vacío existencial... que
preferimos encubrirlos a base de consumir..., o de ahorrar... ¡o
deber!.
Resulta verdaderamente difícil bajar de este tiovivo de feria desangelada, pues sin apenas advertirlo nos estamos anulando como capital humano. Ya no caminamos con nuestra pluma, nuestro
carboncillo bajo el brazo, hemos perdido la indivudualidad en el peor
sentido de la palabra. Lo que nos da sentido de pertenencia es precisamente lo que menos nos pertenece. Nos sobrepasa. ¿Contra quién rebelarse: el jefe de la empresa, el dirigente político, el dueño del banco, el billete de un dólar? Nuestra alienación, además de engalanarse,
se ha corporativizado.
Así, me sorprendo al topar con personas genuinas, que buscan su sitio en una posibilidad más allá de
la combinación de ceros y decimales. Siempre las veo un poco desorientadas, sin rumbo fijo, la mirada perdida, dando palos de ciego con una espada de luz, sin saber a quién se enfrentan. Apartando rastrojos, bajando de los ascensores, saltando las escaleras, complicándose el camino...
Yo sólo sé que no quiero una recta de cemento, sino un
sendero que vaya floreciendo a mi paso. Sin embargo, me encuentro en una continua encrucijada,
contracorriente en la medida en que todo se ha convertido en ajeno, constante, concreto, tangible, rápido, útil, cotidiano y
global.
Como decía el otro día la columna de Manuel Vicent, “ya
no se escriben versos sobre la Luna porque se ha viajado a la Luna de
verdad, la filosofía es la materia oscura de la física cuántica, la
biología molecular ha desvelado el misterio de la vida, la poesía está
en la química y si no hay novelas ni teatro es porque la ficción es ya
la propia conciencia de estar vivos formando parte de las estrellas”.
Por
eso a veces, en pleno proceso febril y atormentado de desalienación
enajenatoria, me hallo, ¡oh insensata!, mirando a las alturas,
haciéndome preguntas, desvelando misterios o escribiendo sonetos.
Empiezo a hacerme a la idea. Mi enfermedad es de las que no tienen cura.