martes, 26 de febrero de 2013

Mi compañero de biblioteca

Me encuentro delante de una pantalla de ordenador, en una biblioteca pública. Observo mi reflejo sobre el cristal, sobre el plástico, borroso entre las letras titilantes, estrellas negras fugaces sobre un cielo de papel.

Existo. Parece ser.
Es martes. A media tarde.

Tengo los ojos hinchados y las pestañas cuajadas de rocío. Escribo incoherencias que mando a mi cuenta de correo, que no espero colocar en ningún lugar, ningún día. El silencio devuelve mis silencios, que convierten el sonido del entorno en ruido ensordecedor, de un café manchado mojado en magdalenas, de un suspiro, un golpe en la pared, una pasta de dientes de la marca del súper deslizándose sobre el cepillo, una llave envuelta en óxido abriendo una puerta anciana, y una campanada, la única amiga que me recuerda, de madrugón, que siempre voy con retraso.

Doy respuestas a las preguntas que no me hago, al levantarme, al vestirme, dicen, con la ropa de mi abuelo, al sentarme en mi puesto, sin rechistar, al asentir sin vergüenza a todos los rastreros con los que me cruzo día sí, día también, al freírme un par de huevos, sin patatas, que engullo a dos carrillos, al acostarme entre el fango del hastío de dejar correr el tiempo entre mis dedos.

Rehúyo las hipotecas en pos de pagar un alquiler desorbitado, renuncio a un ordenador para aprender un idioma que nunca compartiré con sus nativos, no me acuesto dos veces con la misma persona para no atormentarme con las mil minucias de un posible compromiso, no discuto con mi jefe por altruismo indecente, por máxima cobardía… en fin, que ni tengo hogar, ni amor, ni empleo, sólo una vorágine circunstancial discordante arrastrándome al vacío.

Me adelanto a mi sometimiento, sometiéndome a mis designios, luchando contra la nada. Podría considerar que me invade la fortuna de la inmundicia. Las lágrimas se borran de mis mejillas aún antes de haber brotado entre unos párpados semiabiertos. Tengo un llanto crónico, afásico, disártrico, congelado en las pestañas. Huyo de mí y de mis miedos no aprendidos, con un perfecto ademán caballeroso. Intento aliviarme, a diario, masturbándome con ese juguetito vulgar, cistrónico, casi místico, que me compré el día de mi último cumpleaños, cuando nadie me llamó.

Empiezo a sentir asco del placer, de practicar un sexo indefinido entre la adolescencia y la senectud, de tener amantes con un solo pase y un pase para vivir que cuesta más de lo que valgo, de pensar que habría elegido seis mil millones de vidas antes que la mía, de no hacer nada para cambiarla, de ser rebelde sin causa, de no tener un motivo, más aún que para vivir, para morir siquiera, de consistir en pasar, vomitando cuanto ingiero, de no marcar mis huellas, de levitar, de este continuo sopor, este coma consciente, este sueño de día, y este insomnio incomprensible en el vacío de la noche. Siento asco de mí, de haberme anclado en un punto, imposible, incandescente, entre el futuro y el pasado. Hoy. Ahora. Vivo. Porque existo. Y no soy yo.   

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