lunes, 12 de marzo de 2012

Violencia estructural

He de reconocer que pese a la visceral indignación que me ha inspirado el discurso de ese personajillo enjuto con delirios de grandeza, concuerdo con él en términos, que no en contenidos. Es más, sentí un extraño regocijo, esa especie de alivio mezclado con resignación del que hemos hablado en alguna ocasión, al escuchar de una vez por todas salir de la boca de uno de sus artífices el término “violencia estructural”, aunque sin duda en un contexto bastante desatinado. En esta ocasión, el Señor Ministro de Justicia hacía mención a lo que considera la “violencia de género estructural ejercida contra las mujeres por el mero hecho del embarazo, convertida en una presión que les lleva a abortar”.

Con permiso del Señor Ministro, ejerciendo mis derechos como mujer trabajadora en edad fértil, solicitaría un pequeño derecho a réplica.

Tras escuchar afirmaciones como “pienso en el miedo a perder el puesto de trabajo o a no obtener un empleo como consecuencia del embarazo; pienso en la presión que sufren muchas inmigrantes; pienso en mujeres que en este tipo de situaciones carecen de apoyos de los poderes públicos para poder libremente optar por una alternativa a la interrupción de su embarazo”, desearía aclararle que eso no es verdadera violencia estructural, Señor Ministro.

En primer lugar, porque la raíz de la violencia estructural no se halla en el momento de la concepción, sino que tiene un profundo trasfondo cultural de imposición sobre la mujer de todas las responsabilidades que tienen que ver con la vida sexual y reproductiva. Parece que no tenemos bastante con lo que nos han hecho la religión, la educación, la televisión y nuestros congéneres, así que después prepararnos concienzudamente para enfrentarnos al sexo, tras las noches en blanco, los conflictos morales, el dolor, los suspiros y las lágrimas, después de repetir hasta la extenuación que se pongan el condón y trasciendan su egoísmo, los transmisores de vástagos y de algún que otro germen se van de rositas dejándonos todo el pastel… y nos quedamos nuestro semen, nuestra semilla, nuestros microbios, nuestro flagelo… y encima tenemos que sentirnos culpables por decidir sobre nuestra maternidad y pedir absolución divina con unas migajas de legislación oliendo a siglo XVIII.

En segundo lugar, porque la violencia estructural no se encuentra en los claroscuros de la ley del aborto. Es más bien al revés. El derecho a la maternidad y el derecho a la vida, en términos estructurales, se ven abortados en el momento en que la mujer se ve impedida de satisfacer sus deseos genésicos. Cuando la estructura laboral y el mercado de trabajo nos arrancan la treintena arrastrando a nuestras parejas (si conseguimos mantenerlas), y nos acaban obligando a soportar un sufrimiento innecesario de pruebas y pinchazos y probetas y papeles y sueños truncados. En el momento en que la cigüeña viene, en lugar de con un vástago, con la deuda bajo el pico. En el momento que en la última encuesta del CIS atestigua que las mujeres de nuestro país desearían tener 2.3 hijos y sólo tienen 1.3. Preferiría hablar de violencia estructural más bien en términos de hijos no nacidos, habida cuenta de que, como decía nuestra COMPI, “la obligación de tener un niño no deseado es igual de flagrante que la de renunciar a uno deseado”. Así que parece que estamos matando a un hijo por familia, Señor Ministro, y eso sí es verdadera violencia estructural.

En tercer lugar, porque la violencia estructural no se ejerce sólo contra las mujeres sino contra la sociedad en su conjunto. La ejercen cada día en Wall Street, la ejercen con la reforma laboral, con las medidas de austeridad y los recortes sociales, la ejercen con su cambio de paradigma hacia un neoliberalismo sucio y encubierto, con su fiereza especulativa y su terrorismo financiero.

Así que no venga ahora, Señor Ministro, como un fraile de sotana polvorienta con su dosis de moral bien perfumada a poner un remiendo envenenado sobre la ya de por sí sucia dermis de la justicia española. Y de paso cortarnos los huevos (dígase ovarios). Si hemos sido capaces de sobrellevar siglos de discriminación, de cargar familias, de empujar sociedades y hasta levantar países, permítanos al menos ejercer, con la madurez que siempre nos ha caracterizado, el derecho a decidir sobre nuestra maternidad.

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