miércoles, 21 de marzo de 2012

París-Charles de Gaulle


Subo en el último metro un miércoles a horas intempestivas, cargada de apuntes y libros, la mochila de baile, la cartera vacía, cansancio acumulado. Aprovecho para leer un artículo. El metro está prácticamente vacío, yo tengo completas las próximas horas de los tres próximos años. ¡Quién sabe si una vida entera! Me siento un poco alienada. Suspiro hondo.

A medio camino, se sienta enfrente una de esas mujeres que siempre me han provocado una mezcla de lástima y admiración. Zapatos de tacón alto, baratos, con tierra en la puntera, medias rotas de rejilla. Un vestido rojo, ceñido y escotado, dejando a la vista unas libras de carne en el límite entre la dignidad y el esperpento. Feminidad generosa y desgastada, algo irreverente, con un tirante caído y la frente alta. Tiene una mirada vieja y astuta. No se sabe si escupe o sonríe al mundo. Una Magdalena de los tiempos modernos. ¡Cuánta frustración la habrá golpeado, cuántas cicatrices tendrá en el vientre, cuántos jardines de vástagos habrá plantado, cuánto semen habrá trillado, cuántas semillas habrá recogido! Su expresión me sobrecoge, es de una profundidad vertiginosa y triste. La miro y querría tenderle la mano, querría pedirle que me susurre sus secretos, vieja hechicera extasiada de vida. No creo que tenga muchos más años que yo.

No lleva cartera ni bolso. Mira al infinito, parece flotar por encima del traqueteo de los vagones. Observo que posee, como única pertenencia, una hoja de papel doblada entre los dedos. Por un momento, sale de su ensimismamiento. La desdobla. La mira. Es una de esas tarjetas de embarque de las compañías “low cost”. Destino: Paris-Charles de Gaulle. Suspira. Esboza una sonrisa. Alcanzo a ver algo de brillo en sus ojos enmarcados de tinta sucia.

Me miro.  Mis corsés, mis látigos, mis esposas, mis cadenas. Y pienso quien será más libre de las dos.  

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