martes, 14 de febrero de 2012

Pesadumbre, suspiros y reminiscencias orgásmicas

“No estamos para fiestas”. Así cerraba nuestro presidente del gobierno su escueta celebración post triunfo electoral. No estamos para fiestas. De alguna extraña manera, han conseguido incrustar esta falsa premisa en nuestro subconsciente colectivo, hasta hacernos sentir culpables de cuanto exteriorizamos. Desde hace algún tiempo, he advertido que cuando algo me conmueve, me subyuga o me fascina, intento disimular mi quehacer emocional por si he de pagar un impuesto de embeleso. Sin embargo, estoy popularizando los concursos de suspiros como nuevo deporte nacional.

Tal vez sea por esta razón que dos palabras han empezado a caracterizar el ánimo con que afrontamos nuestras vidas y recibimos las noticias últimamente: alivio y pesadumbre. Así nos quedamos, aliviados y apesadumbrados, al digerir el anuncio del fin de la violencia de ETA, la muerte de Muamar al Gadafi o el arresto y enjuiciamiento exprés de Osama Bin Laden, como si todas esas muertes aparentemente inútiles pesaran más sobre nuestras espaldas que su futura ausencia. Y ese mismo sentimiento parece acompañarnos, día a día, con cada nueva nómina a fin de mes, con el pago del último recibo, una llamada de teléfono a deshora,  la reclamación de nuestro jefe, la voz de nuestros padres, un sorbo de café, la llegada del metro, un baño caliente, la llave en la cerradura,  las tostadas en la mesa, entradas para el teatro. Alivio y pesadumbre, y un peso personal e intransferible. Nos pesan los dígitos, nos pesan los muertos, nos pesan los ánimos, nos pesa el Milenio. Los billetes nos pesan tanto (o tan poco), que  empiezan a determinar nuestras pautas de comportamiento, como si nos hubieran encadenado a una insoportable deuda soberana, como si nos hubieran obligado a medir la felicidad con ceros y decimales.
¡No señor! Reproduzco un acertado comentario de un acertado amigo: “¿Puedes dejar de comparar mi calidad de vida con el PIB?, mi felicidad no se mide en cuatro dígitos”, que contrasto con una ironía de de otro estimado colega: “Vamos a remontar en unos meses las tasas de natalidad, ahora todos tenemos un nuevo hijo: nuestra deuda”. Yo reconozco que de momento no he empezado a dar de lactar a esa pequeña llorona y demandante, pero sí es cierto que por una o varias razones me pesan los pechos, más que nunca, caminar se me hace cuesta arriba, tiendo a apesadumbrarme y siento un inconmensurable alivio al defecar. He llegado a pensar que esa es mi única manera de soltar un poco de lastre. Eso... ¡y la danza!...¡y tal vez los suspiros!

Así que no estamos para celebraciones. ¡Qué bien nos hemos aplicado el cuento!, ¡qué triste invierno!, ¡qué tristes Navidades!, hemos escatimado en luces y en abrazos, hemos visto nacer a un niño rodeado de orondos tipos de interés, en fin de año hemos engullido once uvas ávidamente y nos hemos aprovechado de unas suculentas rebajas de amor. Señores... ¡que eso no cuesta dinero! Y cuán triste oír por la boca de un niño durante la cabalgata “No creo en los Reyes Magos, y menos aún en sus yernos”.
El caso es que aquí seguimos, vivitos y coleando… aunque sea en el INEM.

Sé que no estamos en los tiempos de Lope, de Garcilaso, ni siquiera de Machado, sé que es difícil hallar en este horizonte témporo-espacial, en los tiempos que corren, con el río que suena a chirrido de metal, el don de la palabra, del verso blanco, la idea lúcida y la emoción desnuda y fulgurante, que no tenemos hambre de pan pero sí hambre de vida. En cualquier esquina, límpida o mugrienta… huele a pesadumbre y derrotismo. Ya ni siquiera disfrutamos de todo aquello que vale tanto más de lo que cuesta… ¿pero sabéis qué?, en el fondo tenemos exactamente lo que merece ser tenido. En el fondo, el mundo es la plasmación de la perfección hecha materia.
Así, al rozar un anhelo, la otra noche, al encontrarme recorriendo sin rumbo las calles de la ciudad, mendiga de amor, sin saber si era etéreo o simplemente mundano, regalando billetes carnales en un escenario vacío, oscuro y silencioso, defecando pálpitos, intentando asir un miembro desatinado en un recodo indisoluble a la vista de mil ojos, y de regreso, algo de peso, pesadumbre, alivio, y un suspiro, y déjame Muérdago y Semilla en el templo de la Soledad..., en el fondo, todo fue perfecto. Y fui feliz. Y me sentí agradecida. 
Y por si acaso no volviera a repetirse, para no hacer mucho escándalo ni pasar unos días en un calabozo de gozo, he dejado a plazo fijo mi último gemido. Así, de vez en cuando, de casa al trabajo, del cielo a la tierra, iré soltando pequeñas reminiscencias orgásmicas. Y sonreiré hacia adentro, para disimular.

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