sábado, 18 de febrero de 2012

Culto al cuerpo

Permitidme sólo una pequeña reflexión a propósito de tres imágenes. La primera me sorprendió en una clase de promoción de la salud, concretamente sobre obesidad. En ella se observaba un todoterreno del que colgaba una cuerda del que colgaba un perrito, en uno de esos uniformemente urbanizados barrios periurbanos de los Estados Unidos de América. Imaginé al hombre al volante de ese cuatro por cuatro, demasiado cansado al salir de la oficina pero con la ineludible obligación de sacar a pasear a su mascota (¿qué es un chalet sin mascota?). De modo que, tras la reprimenda de su abnegada esposa (“¡No me ayudas nada en casa!”), se monta en su coche, asiendo la correa del perro y exhibiéndose por todo el vecindario con parsimonia, confundiendo la comodidad con calidad de vida. El caso es que al final del día, al observarse al espejo antes de ir a dormir,  no se siente a gusto con su imagen corporal. “Necesito apuntarme al gimnasio”. Al día siguiente, ni corto ni perezoso, aunque tal vez igualmente incitado por su mujer (“¡mira que barriga tienes!”), decide incorporar en su ya apretada agenda cuanto menos un par de sesiones por semana en uno de esos establecimientos de máquinas bien lubricadas, para realizar un ejercicio que por si mismo no tiene utilidad práctica ni objetivo alguno más allá de mantenerse en forma. 
Y es que en el fondo el cuerpo nos importa mucho, determina gran parte de nuestras conductas, nuestra fortaleza o nuestra debilidad. Lo hemos convertido, creemos, en objeto de culto, sinónimo de éxito, de sensualidad y de poder, objeto de envidia y admiración (basta con observar las fotografías de los iconos del deporte, de la moda o de la escena, en los que sus dotes quedan sepultadas por su portentosa figura). Para más inri, en el nuevo paradigma social en el que nos encontramos inmersos, el cuidado del cuerpo requiere la posesión de cierto poder adquisitivo, así que un cuerpo saludable, firme, perfumado, depilado, y eternamente joven puede considerarse también sinónimo de riqueza. De este modo, lejos de pertenecernos, le pertenecemos. Estamos completamente a su servicio. Lo moldeamos, lo tatuamos y lo adoramos como si fuera algo separado de nosotros mismos, como a un niño pequeño, que ya casi no nos sirve para vivir sino sólo para exhibirlo, convirtiéndolo en un cascarón frágil, tan vistoso en su superficie como hueco en sus cavidades.

La segunda imagen proviene de un libro de viajes por el continente africano que he estado leyendo durante estas noches de invierno. Uno de los relatos, concretamente sobre Kenia, adjuntaba una serie de fotos cuyo pie se acompañaba de un pequeño comentario: “En el Tercer Mundo todavía se considera el cuerpo como la máquina más rentable y barata. Aún viven a través del cuerpo. Les sirve para trasladarse a sí mismos y los bártulos, les sirve para trabajar y para recibir los placeres de la vida, es su primera herramienta de supervivencia. Lo usan todo lo que es posible usarlo”. Desechando la expresión Tercer Mundo y entendiendo el “todavía” en sentido positivo, he de reconocer que el comentario merece mi aprobación y respeto. Por supuesto, sin hablar de explotación ni trabajo forzoso, los hombres de esas imágenes son absolutamente dueños de si mismos y aprovechan el potencial que su cuerpo les ofrece, pues es máquina, sí, ¿qué problema hay en afirmarlo?, máquina de trabajo, máquina de quehaceres cotidianos, máquina de placer, pero también objeto de culto y veneración y reflejo indisoluble de su alma. Saben, con esa sabiduría antigua, que los pies sirven para caminar, las manos para construir, la espalda para cargar, y las partes pudendas para disfrutar y reproducirse. Obviamente es una injusticia inadmisible que un hombre soporte más peso del que es capaz, hasta romperse los huesos o deformar sus articulaciones, pero no me cabe ninguna duda de que  ese peso sobre sus hombros los empodera y les hace más dueños de si mismos de lo que nunca seremos ninguno de nosotros. También poseen portentosos cuerpos, sí, pero no los exhiben, les pertenecen. 

La tercera imagen la vi en el despacho de mi academia de baile, plagada de cuerpos estilizados cuyos músculos pueden describirse como en un libro de anatomía. Esos cuerpos sorprenden por su trabajo y su modelaje, pero también por lo que son capaces de transmitir. Cuentan historias, transmutan todas las pasiones, las emociones, las fortalezas y las frustraciones del ser humano, canalizan la energía del mundo a través de la carne. En ellos, el cuerpo se convierte en arte, pasa a ser un arte plástico que aúna al artista y su obra en un mismo ser. El contenido sale del continente. Lo que llevamos dentro se destila por cada uno de los poros. De ahí su peligro, de ahí su intensidad, y esa obsesión eterna, esa frustración casi constante, esa búsqueda de la perfección imposible, ese vómito sobre la obra que pega justo en la entraña del artista. El cuerpo es entonces más que carne, sangre y hueso, se convierte en lienzo. ¡Y qué desgarrador cuando deseas romper ese lienzo y comenzar de nuevo! ¡Y qué bello cuando comienzas a dibujar, a reconocer movimientos que ni soñabas, posturas que parecían imposibles, músculos que jamás habías ejercitado!… ríes como un bebé que salta de la cuna, lloras a borbotones. Abruma esa sensación inconmensurable de estar vivo. Tan vivo… Y al pasar el tiempo, en esa búsqueda constante de ti mismo, tras lienzos y lienzos destrozados, desgarrados a jirones, el corazón hecho trizas, desgañitada la garganta, cegados los cinco sentidos, al borde del delirio o la desesperación, alcanzar la sublimación en un salto imperecedero. Sueño y motor.
Tampoco creamos que esta consecución es patrimonio exclusivo de nuestra cultura. Imagino algunas de esas danzas tribales alrededor de un fuego que parece eterno, aunando todas las generaciones, incluso sus ancestros y sus futuros integrantes, primitivos, auténticos, genuinos, exentos de cualquier tipo de contaminación. Humanidad en estado puro, en perfecta fusión con la música improvisada, en perfecta fusión con todos los elementos, en perfecta fusión entre cuerpo y alma. En un perfecto equilibrio de fuerzas. Eso tiene algo de mágico, algo de místico, algo de trance, algo de Dios. 
Ahí esta. Justo ahí. Ahí esta el verdadero culto.

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