domingo, 29 de julio de 2012

De farolas y estrellas

En la noche cerrada del desierto, las pupilas del niño nómada se funden con las estrellas del firmamento. 

Tras pasar la jornada bajo ese Sol abrazador, Padre de la Tierra, ondeando dunas, olfateando agua, haciendo acopio de víveres y fuerzas, surcando las arenas, pasito a pasito, él, su padre y el camello, tapados hasta los dientes, griñón en rostro y ojos despiertos, perfilados de carbón; ahora, las caricias luminosas de la Luna le dan las buenas noches. Duerme arropado por un manto de estrellas y por una brisa, hoy tenue, pero que en ocasiones rasga la piel como un sable. Sabe que las estrellas son libres porque a veces se fugan, otras veces se mudan y retornan a su lugar al cabo de un tiempo tras un largo periplo, como un hijo pródigo. Él se siente libre, tan libre como ellas.

No conoce otro mundo, sus pertenencias son rocas resquebrajadas, arenas movedizas, flores del desierto... y alguna que otra serpenteante viborilla, docenas de escorpiones camaleónicos, queso de cabra y miel de dátil. Su casa es tan grande como el desierto. Nunca se siente solo. 

Durante algunos periodos, encuentra a otros que, como él, surcan las arenas. Varias familias coinciden en los oasis, cuando su padre comercia o practica el trueque (siempre le amenaza con cambiarle por dos camellas ante una falta de obediencia). Él se entretiene jugando y contando aventuras al resto de chiquillos. Hablan el mismo idioma. Todos valoran el Agua, la Sal y la Tierra. 

Se cargan de vituallas y continúan el camino. Durante esos primeros días de ruta, mientras camina al lado de su padre, va sonriendo y masticando dátiles, ese manjar glorioso, fruto del guiño de una estrella.

Esta vez algo ha cambiado. La última parada se alarga más de la cuenta. El niño observa a su padre negociar con mayor agitación, moviendo nerviosamente las manos con gestos al alza. Al terminar, agacha la cabeza. Hace muchos meses que no comen dátiles, está flaquito flaquito y ha dejado de sonreír. En última instancia, entregan al camello. Padre e hijo, en lo alto de una duna, con la piernas cercenadas, despiden a su vieja amiga que se aleja entre las dunas junto a otros de su especie y un grupo de mequetrefes armados de rifles y machetes.

Su padre suspira. 

Hijo, nos vamos del desierto. Me ofrecieron trabajo en la ciudad. 

¿La ciudad?,  pregunta el niño. 

Te encantará. Es una tierra arada habitada por millares de personas, tendremos una casa con paredes de adobe, abriremos puertas y ventanas por el día y cerraremos con candado por las noches. Podrás jugar todos los días con otros niños de tu edad. 

¿Y la Tierra, el agua, las flores del desierto? 

Nada de eso te hará falta. Allí se encuentra de todo a diario, comerás dátiles hasta hartarte y el agua rebosará de unos manantiales fabricados por los hombres. 

El niño suspira, siempre ha pensado que el agua es fruto de la tierra, que los dátiles son el manjar soñado, y que lo que se hace a diario, al convertirse en rutina, deja de ser manjar. Pero calla y obedece, ya no sabe si vale dos camellas.

Llegan a la urbe a pie, acompañados de un tumulto de hombres que hacen acopio de una tierra donde todos se aglutinan, levantan muros, luchan por la comida que se reparte a diario entre gritos y empujones, asedian el alma entre cuatro paredes, acumulan rastrojos y sobras que desprenden hedor a podredumbre y orines en las aceras. Caminan deprisa, corren, a menudo en vehículos motorizados que ensordecen las sienes mal acostumbradas. Poco a poco, el niño ve cómo su universo se encoge a medida que aumenta del horizonte entre las casas de adobe y  el olor a hiel. No puede soportar la pérdida de su Patria Natural, el trueque por ese artificio viciado. Ni siquiera comprende su idioma. 

En la noche cerrada de la urbe, las pupilas del niño nómada se funden con el obscuro del habitáculo. 

Decide salir a la calle. En medio de un sepulcral silencio, descubre que ya no hay manto astral, ni luz crepuscular, ni caricias de Luna, ni camino de granos de oro. De su garganta emana un grito aterrador al observar un mástil lúgubre y férreo que sostiene en lo alto una lucecita titilante. 

Su padre lo escucha y corre a socorrerlo. Al llegar, encuentra al niño hecho un ovillo en el suelo, ahogado en un mar de lágrimas, en el centro del halo de luz de artificial. 

¡Papá, papá!, solloza señalando la tétrica figura, ¡han apresado a una estrella!

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