martes, 23 de abril de 2013

La vida líquida



El ensayo de Bauman que he estado leyendo esta semana me ha resultado verdaderamente esclarecedor. Me ha ayudado a entender por qué pisamos constantemente suelo resbaladizo, estamos impregnados de una materia viscosa, perpetuamos los resbalones y nos aferramos a cualquier pequeño escollo a las orillas de la frustración.

La vida es líquida. Se ha licuado como los cascotes polares, como los arroyuelos en la primavera. Se desvanece antes de poder asirla.

La sociedad moderna líquida es aquella en que las condiciones de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas. Los logros individuales no pueden solidificarse en bienes duraderos porque los activos se convierten en pasivos y las capacidades en discapacidades en un abrir y cerrar de ojos. 

La vida líquida es precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante. Constituye una permanente sucesión de nuevos comienzos. No puede detenerse. Se engulle a sí misma. Implica modernizarse o morir. Comer o ser comido.

La modernidad líquida es como un barco a la deriva, un constante viaje en arenas movedizas. El éxito pasa por la aceptación de la desorientación, la inmunidad al vértigo y la adaptación al mareo, la tolerancia a la ausencia de itinerario o de dirección y lo indeterminado de la duración del viaje.


En este país, líquido, la lealtad es motivo de vergüenza. Desaparecen las utopías centradas en la sociedad. No tienen cabida los mártires ni los héroes. Se centra en el individuo y en el presente degradando los ideales de "largo plazo" o de “totalidad". 

No crea expectativas, ni punto final, ni misión.


En esta ciudad, líquida, nadie puede eludir ser objeto de consumo. El consumismo se alimenta de la insatisfacción del Yo consigo mismo. La satisfacción es efímera, dando lugar a nuevas necesidades, deseos y carencias. 

Así, permite la mercantilización, privatización y comercialización del arte, de la educación y de la cultura,  produciendo un estado de permanente ignorancia, creando un saco de conocimiento donde ir reponiendo y desechando conjeturas.  Prima la destrucción creativa, hasta convertir a la industria de eliminación de residuos en el bastón de mando de la economía.


En esta estancia, líquida, la felicidad se ha convertido también en bien de consumo. Compro ambiciones, sueños y quebrantos a golpe de tarjeta. Satisfacerme se reduce a una descarga endorfínica y enamorarme a una mera excreción de oxitocina.

Corro cuanto puedo para permanecer en el mismo sitio, arrastrada por una corriente que no me permite el avance. 

Me pierdo. Me revuelvo. Me dejo engullir por las fauces marinas. Me sumerjo. Me ahogo.



Ahora entiendo por qué nunca me gustó nadar.

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