miércoles, 10 de abril de 2013

El yunque y el martillo


Ayer me ha sorprendido ese guiño pícaro de la muerte, ese capricho coqueto de sorprender a dos personas tan opuestas en la misma fecha. Como sorprendentes resultan las similitudes y las diferencias de sus circunstancias: los dos ancianos, los dos venerables, los dos tranquilos, los dos auténticos, los dos simbólicos, soportando con firmeza y elegancia el peso de la vida y de sus obras.
Parece casi mentira que esos torbellinos, racional y emocional, político y social, económico y eco-lógico, que produjeron en vida, acaben de la misma manera, en un leve hálito, como el silencioso fluir del río a orillas del mar.
Me pregunto si habrán llegado al mismo mar. Pero lo cierto es que una halló la muerte entre las suntuosidades del hotel Ritz de Londres y otro al candor de un hogar madrileño. Hasta el final, en su sitio.


Sus ríos fueron de fluir turbulento y de cacera ancha. Emanaron, fecundaron, sonaron con fuerza, impregnaron la tierra. 
Una, con el puño de hierro sobre la mesa. 
Otro, con la pluma impertérrita sobre el papel. 

En los ochenta, ella bombardeaba ilusiones y despojaba de bienes comunes.
Él arrancaba sonrisas etruscas y dejaba caer lágrimas de sirena. 

En los noventa, ella apagaba incendios.
Él desmontaba mitos.

En el nuevo siglo, ella calló su voz y alargó su sombra. 
Él encorvó su estampa y vociferó hasta desgañitarse.


Con el paso del tiempo, me han dejado la imagen de un anciano con mirada de niño y una jovencita con mirada de anciana astuta. 

Ella tenía el brazo más firme y el verbo más inquisidor.
Él, la prosa más sensible, elegante y certera, despojada de artificio. 

Luchadores ambos, ella dejaba la sangre en una única gota de sudor, en una breve mueca decisoria. 
Para él, "la sangre era  la tinta que se utiliza para escribir cuentos, poemas, ensayos y octavillas".

Ella decía que  "no tenemos derecho a los bienes sino el deber de obtenerlos".  
Él,  que "no sólo tenemos el derecho a la vida sino el deber de vivirla". 

Ella me minó el cerebro y él me encendió el corazón. 


Pienso en sus legados. El de ella es material, tangible, viscoso, impregnado de asfalto y de fuel. Se extiende a través de los agujeros de la Bolsa. Puede atesorarse tan fácilmente como desvanecerse entre los dedos. 

El de él es incorpóreo, plástico, alado, eterno. Crece, se inflama y estalla. Se funde con el viento en un canto de sirena en el quebrar del albor.


Por eso él no quería un entierro sino una voz al unísono que defendiera humanismo frente a capitalismo, libertad frente a liberalismo, vitalidad frente a productividad, cooperación frente a competitividad, creación frente a innovación.

Ese su eterno legado. Lo comprendí cuando una horda de necios idealistas, indignados ante el capital y enamorados de la vida, dejamos caer el puño sobre nuestra mejilla como el martillo cae sobre el yunque.  


Espero que los férreos martillos no dejen de toparse nunca con etéreos yunques demoledores.









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