Ayer me ha
sorprendido ese guiño pícaro de la muerte, ese capricho coqueto de sorprender a
dos personas tan opuestas en la misma fecha. Como sorprendentes resultan las
similitudes y las diferencias de sus circunstancias: los dos ancianos, los dos
venerables, los dos tranquilos, los dos auténticos, los dos simbólicos,
soportando con firmeza y elegancia el peso de la vida y de sus
obras.
Parece casi mentira
que esos torbellinos, racional y emocional, político y social, económico y
eco-lógico, que produjeron en vida, acaben de la misma manera, en un leve
hálito, como el silencioso fluir del río a orillas del mar.
Me pregunto si
habrán llegado al mismo mar. Pero lo cierto es que una halló la muerte entre
las suntuosidades del hotel Ritz de Londres y otro al candor de un hogar
madrileño. Hasta el final, en su sitio.
Sus ríos fueron de
fluir turbulento y de cacera ancha. Emanaron, fecundaron, sonaron con fuerza,
impregnaron la tierra.
Una, con el puño de
hierro sobre la mesa.
Otro, con la pluma
impertérrita sobre el papel.
En los ochenta, ella
bombardeaba ilusiones y despojaba de bienes comunes.
Él arrancaba
sonrisas etruscas y dejaba caer lágrimas de sirena.
En los noventa, ella
apagaba incendios.
Él desmontaba mitos.
En el nuevo siglo,
ella calló su voz y alargó su sombra.
Él encorvó su
estampa y vociferó hasta desgañitarse.
Con el paso del
tiempo, me han dejado la imagen de un anciano con mirada de niño y una
jovencita con mirada de anciana astuta.
Ella tenía el brazo
más firme y el verbo más inquisidor.
Él, la prosa más
sensible, elegante y certera, despojada de artificio.
Luchadores ambos,
ella dejaba la sangre en una única gota de sudor, en una breve mueca
decisoria.
Para él, "la
sangre era la tinta que se utiliza para escribir cuentos, poemas, ensayos
y octavillas".
Ella decía que
"no tenemos derecho a los bienes sino el deber de
obtenerlos".
Él, que
"no sólo tenemos el derecho a la vida sino el deber de
vivirla".
Ella me minó el
cerebro y él me encendió el corazón.
Pienso en sus
legados. El de ella es material, tangible, viscoso, impregnado de asfalto y de
fuel. Se extiende a través de los agujeros de la Bolsa. Puede atesorarse tan
fácilmente como desvanecerse entre los dedos.
El de él es
incorpóreo, plástico, alado, eterno. Crece, se inflama y estalla. Se funde con
el viento en un canto de sirena en el quebrar del albor.
Por eso él no quería
un entierro sino una voz al unísono que defendiera humanismo frente a
capitalismo, libertad frente a liberalismo, vitalidad frente a productividad,
cooperación frente a competitividad, creación frente a innovación.
Ese su eterno
legado. Lo comprendí cuando una horda de necios idealistas, indignados ante el
capital y enamorados de la vida, dejamos caer el puño sobre nuestra mejilla
como el martillo cae sobre el yunque.
Espero que los
férreos martillos no dejen de toparse nunca con etéreos yunques demoledores.
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