domingo, 27 de mayo de 2012

Prólogo

Hacía mucho tiempo que no leía un prólogo. Siempre me desborda el ansia de narrativa y prefiero sumergirme de un chapuzón en la obra.
Esta vez me había topado con el único libro enjundioso que encontré en casa de mis abuelos. Relatos de Tolstoi de una colección de obras maestras de bolsillo, tapas duras cinceladas en dorado, hojas amarillentas y ese olor rancio de acumular décadas en la última estantería. Lo llevaba en el bolso y lo leía en el metro, hasta que el otro día terminé el último relato, "El padre Sergio", y me encontré esperando en el andén en la otra orilla de lago de papel. Así que decidí volver a la primera página y devorar cualquier letra que hubiera pasado por alto.
E hice bien.
Hay prólogos que son epílogos.
Me emocioné tanto redescubriendo al León que había hecho latir mi adolescencia, repasando la vida y milagros del sabio de barba blanca que supo inmortalizar el corazón de un pueblo, que dejé pasar varios trenes con su “chucuchú chucuchú chucuchú”.
Hasta que terminé el prólogo.
Se acabaron el papel, la tinta y los latidos.

Y volví a encontrarme, al filo de lo posible y muerta de vértigo.
Perpetuando la primera página del libro de mi existencia.
A orillas de mi eterno prólogo, mar muerto.
Inmóvil ante el andén. Ante mi esencia.
En pos de esclarecer.
Que el grueso de mi vida se impregna en el papel
o se mece en el viento.
Que he sentido más lo imaginado que lo vivido.
Que lo más sólido es lo más etéreo.
Que al fin, hablando de tangibles materiales, soy polvo en el desierto.
Que más bien no soy médico, ni soy bailarina, ni escribo con enjundia.
Ni hablo más que los muertos.
No soy amazona, ni soy cortesana, ni monja, ni puta.
Sólo una estatua de sal que de cuando en cuando corroen las lágrimas.
Sueños, ideas y palabras agazapadas al fondo de la garganta.
No quiero cargar peso a las espaldas.
Lucho contra una desidia elástica y pegajosa.
Huyo de mí y de mis consecuencias.
Eterna fuga consternada.
Inspiración temerosa tras un fondo gris oscuro.
Esperando un empujón que me sumerja en esta tierra.
En este lodo.
Tal vez una palabra sola. Un grito mudo. Un susurro ensordecido.
Por Dios. Una chispa de vida que me encienda el alma,
lo conecte a las sienes y me abra la garganta.


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