Lo he rescatado de la correspondencia que intercambiaba en 2009 y me ha parecido bastante entrañable... sobre todo me he reido de mi acitud occidentaloide y "croce rossina", que es para pegarme un par de h... pero bueno, al menos parece que algo vamos avanzando...( y por cierto, posteriormente me enteré de que las papas costaban 10, ¡vivan los prejuicios!).
Aquel chico pasaba la tarde en la puerta del hospital, sentado en una silla de plástico rojo, con sus bolsas de papas sobre las rodillas, en el interior de una caja de madera. No era de esos vendedores chillones que anuncian su producto a todo pulmón hasta increpar a los viandantes, quienes alguna que otra vez nos sentíamos casi obligados a adquirir un material que, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera nos interesaba. Él no. Él era silencioso. Incluso pasaría por mudo. Siempre lo recuerdo callado, sentado, impasible. Contra viento y marea. Me recordaba a un compañero que teníamos en la facultad. No era atractivo. Siempre habíamos pensado que estaba un poco enfermo: cara redonda, ojeras prominentes, labios gruesos, una especie de piel descamada, como de pez, poco pelo, ojos hundidos, orejas de soplillo... un rostro de niño adulto, de anciano niño.
Y allí estaba, como de costumbre, el hermano pequeño de nuestro compañero, al otro lado del charco, y allí estaba yo también, a su lado, fumándome un pitillo como tantas tardes en que me quedaba a estudiar en la biblioteca. Allí estaba, de nuevo, con mi pijama verde de quirófano de dos tallas más, mi bata entre blanca y beige, mi fonendo en el bolsillo, mi alta estatura, mi pelo largo y enmarañado, mi rostro pálido, mi nariz afilada y mis ojos color miel. Ni tacón, ni maquillaje, ni laca de uñas. Una mujer un tanto peculiar en aquel ambiente de doctores impecables y pacientes desgarbados. Allí estaba, en la puerta, decidida a comprar de nuevo una bolsa de Doritos. Siempre igual, despotricando en contra del capitalismo e incapaz de acercarme a ese niño tan especial que vendía sus papas caseras a medio metro de mí.
Nunca entendí la razón, pero siempre sentí que una infranqueable barrera nos separaba. Una barrera invisible de miedo y prejuicios mutuos me apartaba de aquella multitud de bajos recursos con necesidad de atención hospitalaria, casi siempre de urgencia, arremolinada e inquieta ante la puerta del Hospital Civil. Yo, doctora, europea, güera, fumadora de tabaco en bolsa, era tan distinta a todas aquellas personas, siempre dolidas, algo perdidas y apesadumbradas... su forma de escrutarme a veces me reconfortaba, a veces me intrigaba, me inquietaba, pero sobre todo me hería, el peso de su mirada se posaba sobre mis hombros como una carga casi imposible de soportar ... y no podía evitar un punzante complejo de culpabilidad y una enorme responsabilidad ante aquella situación. Me sentía distante, ajena, incómoda, ¿cómo podría hacerles entender que yo era como ellos, que quería estar con ellos, darme a ellos, que mi imagen sólo era el resultado de mis circunstancias vitales?
Repentinamente, un fugaz pensamiento cruzó mi mente: atreverme por fin a comprarle las papas a aquel niño sería una buena forma de romper nuestras barreras.
Repentinamente, un fugaz pensamiento cruzó mi mente: atreverme por fin a comprarle las papas a aquel niño sería una buena forma de romper nuestras barreras.

Empecé a comer las papas compulsivamente, me encendí otro cigarrillo, lo fumé deprisa, ansiosa, casi con asco. Me arrepentí mucho de haber pensado de aquel modo y haberme sentido así. He de reconocer que me había herido el orgullo. Todo estaba dentro de mí. El niño no tenía la culpa de nada ni había hecho nada malo.
Necesitaba redimirme de algún modo. Terminé las papas. Y el cigarro. Decidí acercarme de nuevo a su improvisado puesto ambulante. "¿Me das otras papas?". No me preguntó el tamaño, no las roció de salsa, apenas se dignó a mirarme... "Cinco pesos". Lo sabía. La vez anterior me había cobrado de más. Le di diez pesos. "Te los puedes quedar", le dije. Agarré mis papas con fuerza. No tenía hambre. Cuando estaba a punto de darme la vuelta me inquirió: "Señora, agarre su cambio". Una moneda de cinco pesos titilaba entre sus dedos. Ni una propina me permitió, ni una deuda con el capitalismo, el niño del puesto de papas empleaba la picaresca, pero no aceptaba limosnas, no necesitaba limosnas, y menos de extranjeros. Me hizo tragarme mi orgullo, el poquito que me quedaba, y acercar mi mano para depositar sobre ella esa insignificante moneda de cinco pesos, que me cayó como un yunque.
Al marchar, se dirigió hacia mí el del puesto de panes: "Señora, ¿no gusta unos panecillos recién horneados?, hay diferentes, de cajeta, de canela... cuatro a diez pesos".
Esa noche cené panes y papas, con la mirada fija en el horizonte y una punzada en el corazón.
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