domingo, 15 de enero de 2012

Una herida cada vez más profunda

La brecha económica entre ricos y pobres alcanza su mayor nivel en treinta años acentuada por la crisis global. 
El reciente informe de la OCDE constatando una tendencia de aumento progresivo  y generalizado de las desigualdades sociales entre sus países miembros nos ha caído como un jarro de agua fría y ha echado sal sobre nuestras viejas heridas. A decir verdad, esta situación era ya fácilmente deducible para cualquier mente espabilada, basta con salir a la calle, soslayar los periódicos, analizar las reglas del mercado y sopesar los principales discursos políticos. Como inevitable consecuencia, un choque tectónico a pleno rendimiento esta abriendo una brecha de forma implacable, afectando por igual a países industrializados y en vías de desarrollo,  incluso más acentuadamente en este segundo grupo. El propio presidente de los Estados Unidos, Barak Obama, expuso un ilustrativo ejemplo al declarar que “el consejero delegado de una empresa, que unas décadas antes ganaba 30 veces más que su empleado, hoy gana 110 veces más”.
Este tipo de situaciones, cada vez mas acentuadas, cada vez mas flagrantes, nos hacen plantearnos seriamente cuál va a ser el devenir futuro no sólo de la economía sino de nuestra estructura social. ¿Cómo puede ser posible que en muchos sectores se estén beneficiando de la crisis económica mientras aumenta el desempleo y vemos mermado nuestro poder adquisitivo casi minuto a minuto?, ¿estamos condenados a vivir entre un Norte precario y un Sur esclavizado? Verdaderamente, la idea que subyace a esta falacia economicista es mucho más compleja de la que se nos intenta inyectar. Digamos las cosas como son: a la brecha económica se le unen otras de tipo político, ideológico, social, cultural, tecnológico y generacional.
Es innegable que nos encontramos ante una época de extremos, en la que a las diferencias interregionales se unen unas cada vez más marcadas inequidades intrarregionales. Por lo tanto, las barreras pasan de ser físico-políticas a convertirse en un prisma de innumerables caras en que los mundos se superponen y se confunden, en que cada ciudadano se expone a circunstancias diversas e interrelacionadas y que convierte la solución al problema en una ecuación cada vez más difícil de resolver.
Podemos enumerar varias causas que expliquen esta situación. En primer lugar, la globalización de la economía, lejos de unificar los mercados y repartir bienes, servicios y retribuciones de forma equitativa, trae como consecuencia la condensación de los beneficios del aumento de la productividad en los individuos de mayor cualificación. En segundo lugar,  la innovación tecnológica, en el momento en que se produce, acarrea la aparición de una inevitable inequidad entre quienes pueden y no pueden adquirirla, requiriendo además en numerosas ocasiones una formación especializada para su manejo, lo que la deja fuera del alcance de gran parte de la población. Finalmente, las instituciones, las decisiones políticas y las herramientas de regulación ejercen un papel crucial pues pueden incidir sobre las reglas del mercado, apaciguar tendencias, distribuir la renta entre los ciudadanos y hacer transferencias a fondos de acción social. Desgraciadamente, la pujante presión de quien ostenta en la sombra el verdadero poder económico impide que políticas más justas y equitativas puedan ser llevadas a cabo.
En este sentido, la actual crisis económica ha actuado como el perfecto catalizador de una reacción explosiva, convirtiendo a banqueros, empresarios, decisores políticos y líderes sindicales en actores de una pantomima casi insultante, convirtiendo las bolsas en un campo de batalla y la acción de inversores en un expolio nacional, convirtiendo a la dignidad en moneda de cambio, a la moneda en una entelequia, a la reputación en un eufemismo, al Estado (y por ende el conjunto de la ciudadanía) en un salvavidas desgastado en medio de un lodazal y a nuestras arcas públicas en una vaca enferma con los senos vacíos y a punto de sufrir una histerectomía. Así, 47 millones de ciudadanos asistimos impotentes a esta función satírica y magmática, viendo como los pilares fundamentales de nuestro Estado de Bienestar se tambalean y nos recortan hasta el carnet de identidad.
Sin embargo, aún queda un atisbo de esperanza. Está demostrado que las sociedades con menores índices de desigualdad aumentan su calidad de vida, seguridad, bienestar y salud. El aseguramiento de las prestaciones sociales fundamentales, así como el acceso a la educación y sanidad públicas de calidad actuarían como argamasa perfecta entre estas placas tectónicas. Y para ello, miremos un poquito más hacia nosotros mismos, seamos nosotros más sinceros, más cuidadosos, más justos, más igualitarios, más libres y más felices, apelemos a la responsabilidad ciudadana, pidamos transparencia, inmiscuyámonos en la agenda política aunque sólo sea en una animada charla de café de mediodía, seamos nosotros ejemplares con nuestros hábitos, nuestras conductas y  nuestras cifras, cocinémonos la política, la economía y la culturalidad en el interior de nuestras cocinas, seamos críticos, seamos ciudadanos, con todo su peso, todas sus letras, el poder y la responsabilidad que dicho cargo conllevan. Y sobre todo, no permitamos que nos hagan entender como privilegios lo que son en realidad derechos fundamentales.

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