domingo, 11 de diciembre de 2011

A solas con nuestros miembros


Últimamente pienso en vergas más de lo acostumbado. Tranquilo, no es una desmedida obsesión sexual, sino más bien pura reflexión, la constatación de que el sexo constituye una metáfora paradigmática del mundo y de la vida.

Resulta curioso analizar la relación de los hombres y mujeres con sus partes pudendas, y cómo dicha relación puede responder a patrones sociales o culturales; cómo parecemos proyectar nuestros sueños, anhelos, desvelos o frustraciones sobre nuestros miembros erógenos. Por ejemplo yo, últimamente, he empezado a masturbarme con mayor frecuencia. ¿A qué lo achaco?, podría enumerar una retahíla de razones que no llegarían a dar una visión profunda y fidedigna de mi problemática, como que llevo una buena temporada sin establecer un contacto íntimo, que tengo un potencial sexual que se me escapa por los poros, que soy sexy por naturaleza y aún no he llegado a satisfacer plenamente mis necesidades ni a explotar suficientemente mis cualidades amatorias. Y todo eso es cierto, pero sólo una parte de un constructo muchísimo más complejo. A decir verdad, mi relación con el sexo constituye una perfecta metáfora de mi relación con el mundo: potencialmente intensa, inestable, incongruente, insatisfactoria, incompleta, inconformista y en ocasiones llevada al extremo, ¿liberal?, más bien yo diría que ambigua. Dolorosa y necesaria. Imposible dentro de su factibilidad. Mayoritariamente individual. Autofrustrante y autofrustrada (persigo lo que confío en no poder alcanzar y desdeño lo que tengo al alcance). Dicotómica (el sexo y el amor sólo en ocasiones han ido de la mano… he mezclado con sexo muchas emociones y lo he despojado a la vez de toda pulsión hasta asemejarlo al vacío de mi alma). Paradójica y extrañamente feliz. A veces un poco aditiva. Y para mi edad, bastante poco explotada. 
 
El caso es que esta tarde leí un literalmente desgarrador reportaje sobre el Congo en el País Semanal, que me dio pie a la pequeña reflexión que comienzo tras esta introducción testimonial. Cito literalmente a nuestro arrogante colega Vargas Llosa: “El principal problema del Congo son las violaciones” (valiente afirmación, si bien profundiando en el término podría estar de acuerdo: pobreza, injusticia, desigualdad… ¿no son violaciones en si mismas?). Pero continuemos: “Matan a más mujeres que el cólera, la fiebre amarilla y la malaria juntas. Cada bando, facción o grupo rebelde, incluido el ejercito, donde encuentra a una mujer de procedencia enemiga, la viola. Mejor dicho, la violan, dos, cinco, diez hombres… aquí el sexo no tiene nada que ver con el placer (¿dónde lo tiene?), sino con el odio. Es una forma de humillar, de desmoralizar al adversario (…) A este consultorio llegan mujeres y niñas violadas con bastones, ramas, cuchillos o bayonetas”.

Este constituye sólo un pequeño ejemplo de cómo el sexo se despega del miembro erógeno, se inserta en el subconsciente y proyecta los claroscuros de una civilización. Pienso en los desgarradores testimonios sobre prácticas generalizadas en varios países africanos, en los burdeles de Camboya, de la India o de Brasil, pienso en el tráfico, comercio y explotación humana, en el uso del sexo como moneda de cambio y generadora de riqueza, en cómo el sexo incluso cotiza en bolsa, cómo sus argucias se cuelan por los recovecos de cualquier estamento social, cómo mueve más recursos, más lágrimas, más furia y mayor candidez que ninguna otra práctica…cómo en este concreto caso el hombre proyecta su odio, su frustración y su desesperanza sobre un miembro erecto y cargado de vástagos envenenados dispuestos a disparar dardos de hiel, a matar risas y juventudes, a asolar los sueños de sus congéneres. Esa interacción, asombrosamente primaria, asombrosamente brutal, no puede menos que ponerme los pelos de punta. Me estremece hasta las entrañas. Sin embargo, habéis de perdonarme, pero de una extraña manera, admito que sangrienta, cruel, desmesurada… también rezuma vida. A raudales. Alimenta mi intrínseco masoquismo estructural. Siento chorros de vida incandescente, abrumadora, fluyendo estrepitosa por las entrañas de víctimas y verdugos. Siento pronunciar estas palabras, pero tenía que liberarme. Porque lo he visto esta tarde. Los veo, al otro lado del mundo, rozando el cielo al borde del infierno.

Y ahora miro a nuestra triste, a nuestra fría, a nuestra dormida y obsoleta Europa, y no puedo menos que establecer una analogía con la anécdota que me aconteció la semana pasada, ascendiendo a media noche en mi ascensor luminoso y metalizado de teclado digital, a mi caldeada morada, con un acompañante que creí mi vecino pero se había colado sigilosamente en mi portal. Vivo en el piso número 13, mala suerte; él, pongamos que no recordaba el suyo. Empecé a ponerme nerviosa al advertir cierto tono de irritación ocular y una marcada midriasis, que combinaba con una mirada escrutante y fija en mi persona, y un ademán extraño en los bajos del pantalón. Parecía haber ingerido algún tipo de estupefaciente. Al bajar la mirada, topé con su miembro viril exhibido, evaginándose de su indumentaria. ¡Qué bella estampa!, tenía frente a mí un estandarte de la perversión y la degradacíon, y yo que llevaba semanas deseando sexo. Sin emabargo, no era uno de esos miembros extraordinariamente irrigados de las películas triple X, dispuestos a arrollar al enemigo, a embestir con fiereza o a proporcionar placer de forma fogosa. No. El triste individuo exhibía una verga decrépita, una ciruelita pasa que sacudía frustrado con un par de dedos. “Sólo déjame mirarte y hacerme una paja”, fue lo único que me dijo. Me dio risa, me dio asco … incluso un poco de pena. Respiré hondo, me hice a un lado, pulsé el botón de salida y le dejé con su ardua tarea en solitario. El incidente no pasó de lo puramente testimonial, pero mi noche transcurrió con la imagen de aquel hombre a solas con su verga… y no es que hubiera deseado teñir la penosa escena de violencia o desenfreno para sentirme un poquito más viva, no. Simplemente, lo consideré la culminación del proceso de antisocialización occidental que concluye con con la más absoluta isolación del individuo, frustrado ante su miembro flácido y estableciendo una invisible barrera con su interlocutor (aunque esta sea una mujer atractiva)… asumí que no iba a tocarme, que no iba a hacerme daño, que entre él y yo se había edificado un muro de contención constriuido a base de ausencia de valores sociales, de individualismo y futilidad, de décadas de desintegración, materialismo, apresuramiento, inmediatez y frustración final ante nuestras actuales circunstancias… bastante tenía el pobre con intentar conseguir una posición ligeramente más erguida que  cubriese en parte su innegable vergüenza.
 
Entonces pensé en mí, en esa cama, demasiado grande y demasiado fría, en esta ciudad, demasiado grande y demasiado fría, pensé en mi individuaismo y mi futilidad, mi desintegración acentuada desde mi vuelta del Sur, mi materialismo, mi apresuramiento, mi inmediatez, mi frustración... y acabé igualmente sacudiendo mi miembro con un par de dedos y sin obtener placer alguno. 

Lo triste es que, en el fondo, así estamos tantos y tantos, tantas luces dispersas por la ciudad a altas horas de la madrugada: con el buche lleno, la calefacción encendida, los armarios repletos, los niños dormidos, el mundo aparentemente a nuestros pies, mas, por una o varias razones, a solas con nuestros miembros.

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